JARRONES ROTOS, ESPEJISMOS LIBERTARIOS
Cristina Fernández, Mauricio Macri, el peronismo y el radicalismo son como antiguos jarrones chinos: piezas de una belleza innegable en su tiempo, cargadas de brillo, relevancia y trascendencia, admiradas y hasta codiciadas. Pero hoy, en un mundo que ya no encajan, desentonan. Sus grietas y su estética añeja chocan con una sociedad que los ve como reliquias de un pasado que ya no los representa.
La Libertad Avanza, lejos de ser un proyecto superior, capitaliza este desencanto con un mensaje violento, cargado de odio y alineado con la ultraderecha internacional irracional. También es cierto que su líder, Javier Milei, entendió y utilizó para beneficio propio, la paupérrima representación de los ciudadanos, y, por sobre todo, la frustración de una sociedad que viene de experiencias fallidas con los partidos tradicionales. No es que los libertarios sean los representantes vivos de la eticidad o técnicos brillantes; sus prácticas —pactos oportunistas, escándalos incipientes— reciclan los vicios de la vieja práctica política que condenan en sus discursos.
Pero mientras estos jarrones antiguos se resquebrajan bajo el peso de su propia obsolescencia, La Libertad Avanza vende un espejismo de ruptura y transformación, que, aunque vacío y violento, mitad mentiras y mitad creíble, seduce a una sociedad harta de promesas rotas.
EL ESPEJISMO ANTIPERONISTA
Mauricio Macri, líder de un proyecto antiperonista y no radical, pero alguna vez representante del peronismo (si, como leen), conquistó las elecciones de 2015 con un eslogan simplista: «Cambiemos». Su jarrón, pulido y moderno en apariencia, prometía transparencia, prosperidad y “pobreza cero”. Muchos, cansados del kirchnerismo, lo compraron, pero pronto el jarrón chino se resquebrajó: los fiascos económicos, la deuda externa, un desconexión con la realidad y una arrogancia que terminó extraviando a sus votantes propios y a los desencantados peronistas que lo votaron. El PRO, que se vendió como la antítesis las prácticas del peronismo, cayó en los mismos pecados: elitismo, corrupción, promesas vacías y una incapacidad para leer el pulso popular. Hoy, el jarrón de Macri es una pieza rota, un símbolo de decepción que no encuentra lugar en el presente.
ATRAPADO EN EL PASADO
El peronismo, con Cristina como su artesana principal, es otro jarrón chino que perdió su encanto. En su apogeo, fue una obra maestra de narrativa épica, movilizando multitudes con la mística de Perón y el kirchnerismo, inspirado en el movimiento Woke, pero “a la argentina”. Hoy, el peronismo, fragmentado en internas estériles y reducido a feudos locales y, a lo sumo, provinciales, no logra articular un proyecto nacional, habiendo perdido la capilaridad social que tuvo en su momento. Sus líderes, muchos salpicados por la corrupción endémica, creyeron que con la história bastaría para perpetuarse. Lo que queda como resultado, es que no supieron adaptarse a una sociedad que ya no se conmueve con sus diseños antiguos, y el jarrón, aunque imponente, se agrieta bajo el peso de su propia nostalgia.
DE IDEALISTA A FUNCIONAL
El radicalismo, que alguna vez fue un jarrón de líneas sobrias, representando la democracia y a una clase media ilustrada con aspiraciones culturales, anclada en la movilidad social ascendente, es hoy una reliquia deslucida. A decir verdad, nadie sabe cuándo perdió su brillo, pero hoy su rol como aliado obsecuente del gobierno libertario es la prueba de su declive.
Lejos de aspirar liderar, la UCR presta sus bancas en el Congreso para aprobar leyes a cambio de migajas de relevancia, traicionando su historia y a sus votantes, que aún quedan. Este jarrón, que alguna vez inspiró, ahora es un adorno funcional en la vitrina de La Libertad Avanza, desentonando con la época que lo rodea.
EL POPULISMO QUE LLENA EL VACÍO
La Libertad Avanza no es un jarrón nuevo ni mejor forjado. Sus primeros pasos muestran que está lejos de la pureza que pregona: los escándalos ya asoman, y sus prácticas —alianzas oportunistas, maniobras que recuerdan a la «casta»— revelan que no son la revolución que prometen. Su fuerza radica en un mensaje violento, cargado de odio y sesgado hacia la ultraderecha internacional, que resuena en una sociedad agotada, repleta de jarrones antiguos. Alineados con figuras como Trump, Bolsonaro o Vox, los libertarios no buscan persuadir con argumentos, sino incendiar con emociones. Necesitan aliados flexibles y dóciles —partidos como el radicalismo, empresarios, medios— para consolidar su poder, y los encuentran en sectores que ven en su retórica una oportunidad para barrer con el pasado, no por el contenido de su mensaje, sino por la propia vulnerabilidad y necesidad de sus aliados, que ven como se tambalea su posición de poder y no la quieren perder, aunque eso signifique traicionar sus propias ideas.
Su perorata es contradictoria: se presentan como salvadores, como los heraldos de la «libertad», pero lo hacen a través de un mensaje de odio que excluye, divide y estigmatiza a la disidencia. Hablan de una batalla cultural, usando términos gramscianos de hegemonía cultural, pero su visión es una derecha extraviada, no solo en lo político, sino también en lo económico. Prometen mercados libres y un Estado mínimo, pero su «libertad» convive con un intervencionismo selectivo que beneficia a sus aliados, contradiciendo su propio dogma. En sus palabras resuenan ecos perturbadores de la propaganda goebbelsiana, con apelaciones a una supuesta superioridad moral y estética de quienes abrazan su causa, pero sus votantes son, en mayoría, a quienes detestan.
Los «libertarios» se autoperciben como lo nuevo y como los portadores de una verdad absoluta, mientras los demás —los «zurdos», la «casta», los disidentes— son caricaturizados como enemigos de la patria. Este mensaje, aunque vacío de propuestas concretas, es altamente efectivo porque no necesita ser coherente.
En un contexto donde los jarrones chinos de Cristina, Macri y el radicalismo se quiebran, desentonando con una época que los rechaza, La Libertad Avanza hoy posiciona como la única alternativa. No por capacidad propia, ya sea técnica o política, tampoco por honestidad, sino por descarte.
Como todo populismo, su estrategia es simple: señalar un enemigo —el kirchnerismo, Macri, la «casta»— y prometer un cambio que no requiere muchos detalles, ni tampoco la sociedad se los pide. Mientras los líderes de los partidos tradicionales se hunden en su incapacidad de renovarse, en su obsesión por diseños gastados y en su negativa a entender que el brillo histórico no gana elecciones, La Libertad Avanza, avanza, no porque sea la solución, sino porque supo vender un espejismo de ruptura en un país que ya no cree en nadie, pero requiere mitos.