LIBERTAD CONDICIONADA
El panorama social actual está marcado por una combinación de incertidumbre económica, en muchos casos angustiante, y una inminente, pero demorada desintegración de redes comunitarias, que vienen desintegrándose poco a poco desde hace mucho tiempo, mecanismos que antes funcionaban como contención social.
Ante el colapso invisible pero real de las instituciones tradicionales, se impone un mandato tácito, y no es otra idea que cada quien debe valerse por sí mismo, como si los problemas estructurales —el desempleo, la precarización laboral, la inflación, el aumento de los precios de los servicios públicos y la marginalidad— fuesen meros tropiezos personales.
El discurso dominante subraya que la solidaridad colectiva “siempre hay negociados”, dándole paso a la exaltación de esfuerzo personal, pintando cualquier reclamo social como una irresponsabilidad que afecta el derecho de los que sí quieren, o necesitan, trabajar o, simplemente, en una queja improductiva, que solo molesta a los demás. De este modo, un hogar que no puede pagar la factura de energía se convierte en una “falta de administración familiar”, y no en una política económica fallida.
La famosa frase aspiracional “todos en el mismo barco” se transforma en un “sálvese quien pueda”, neutralizando la posibilidad de una acción colectiva. La empatía se relega a un elemento innecesario; ayudar o solidarizarse con el otro, es considerado un acto de debilidad o, peor aún, como algo “ideológico”.
En este contexto, el Estado contempla con indiferencia, atribuyéndole toda la ineficiencia del sistema a “errores de otros”, sin abordar el trasfondo estructural, delegando la responsabilidad en cada individuo para así solucionar la crisis que, en realidad, requieren transformaciones profundas, pero no en el sentido de las que se están ejecutando hoy.
La batalla cultural
Para canalizar y direccionar el descontento social, de manera casi mecánica, se construye un enemigo difuso, al que el relato oficial le llama “la casta”. A este grupo se le atribuyen todos los males del país, pasados y presentes —desde la burocracia ineficiente y las supuestas redes de corrupción hasta la “traición a los intereses populares”—. Esta representación no surge espontánea, sino que forma parte de una estrategia de batalla cultural que polariza la sociedad y segmenta las críticas. Cuando la pobreza crece o la inflación se acelera, no es el sistema el que falla, sino esos “privilegiados” que aún ocupan cargos públicos, supuestamente ajenos a las necesidades reales del ciudadano común, o es directamente el Kirchnerismo o el jugo de manzana, pero siempre se esquivan las responsabilidades.
El discurso mediático y político se construye con insultos, descalificaciones y denuncias selectivas, mientras se ignoran datos objetivos o se manipulan las estadísticas para exhibir a “la casta” como villano inevitable. Cualquier cuestionamiento a la élite, se infla hasta convertirse en una “grieta irreconciliable”, y las voces críticas se estigmatizan como apologías del desastre, o de lo viejo. De ese modo, el sentido de “valor” se redefine: ya no importan las propuestas concretas ni su viabilidad, sino quién las enuncia; no importa la argumentación técnica, sino el hashtag que se elija para el post del momento.
Mientras todo está sucediendo, y sin que se dé cuenta la inmensa mayoría apoya a esta gestión, se fomenta el pensamiento único, algo que excluye matices y vacía el debate profundo, reforzando un antagonismo simplista que no reta al sistema, sino que refuerza su hegemonía.
Ilusión de libertad
A la par, se ofrece al ciudadano que pedalea para sostener su vida, una “utopía” en la que la meritocracia y el libre mercado, sin regulaciones, se presenta como la panacea universal. Bajo esta narrativa, toda intervención estatal se pinta como un obstáculo, capaz de engendrar “injerencias que generan desempleo” o “sobrecostos” que “ahogan al emprendedor”.
Sin embargo, esta supuesta “libertad económica” se traduce, en la práctica, en mercados desregulados que terminan concentrando cada vez más la riqueza en manos de pocos, mientras la mayoría queda expuesta a la precariedad laboral y a la falta de redes de protección social. Se pregona que vivimos en una era de “opciones infinitas”, pero, en realidad, la mayoría carece de condiciones reales para decidir: el costo de vida obliga a aceptar empleos informales sin derechos laborales, y los subsidios estatales se vuelven una ayuda insuficiente, construyéndose la ilusión de que cualquiera puede emprender exitosamente si tan solo se esfuerza lo suficiente, mientras se ignoran los obstáculos estructurales: acceso al crédito, falta de inversión en infraestructura básica y elevadas tasas impositivas sobre las pymes, mientras que se cataloga de “héroes” a quienes han evadido impuestos.
Así, la “utopía” se sostiene sobre un andamiaje de contradicciones, que invoca la libertad de elegir, cuando en la práctica, las circunstancias materiales -el contexto, la realidad- empujan a la mayoría hacia la dependencia de planes sociales o empleos informales.
Bajo este velo, la estabilidad se reduce a un espejismo, ofreciendo un orden sin justicia social, que termina legitimando un statu quo cada vez más excluyente, y donde la retórica promete “igualdad de oportunidades” mientras perpetúa la desigualdad real.
En última instancia, las tres dinámicas —individualismo, batalla cultural contra “la casta” y la ilusión de un libre mercado utópico— se refuerzan mutuamente.
Al desactivar la cohesión social, estigmatizar a supuestos “privilegiados” y vender una retórica de libertad que enmascara la concentración del poder económico, se construye una narrativa crítica de la democracia representativa que, lejos de cuestionar la estructura, refuerza la dominación ideológica.
El resultado es una sociedad fragmentada, donde proponer alternativas reales se convierte en un acto de traición a la patria frente a la comodidad de quienes se benefician del statu quo.