LOS DESAPARECIDOS SOCIALES
Juan se levanta cada mañana sin saber exactamente qué es. No es desempleado porque algo siempre encuentra para hacer, vendiendo medias en la calle, ayudando a cargar bolsas en el supermercado, limpiando vidrios en los semáforos. Juan tampoco es trabajador, en el sentido tradicional, porque ninguna de estas actividades le otorga una identidad que pueda explicar a sus hijos o a sí mismo, sintetizándose él mismo como “laburante”, cuando se le preguntan ¿qué hace? Juan existe en un limbo social que no tiene nombre, junto a millones de argentinos que han perdido algo más fundamental que el trabajo: han perdido su lugar en la sociedad. Viven al margen del sistema formal, y solo lo sostiene la esperanza de que algún día vuelva a pertenecer a algún grupo que lo defina.
La Argentina contemporánea revela una tragedia que va más allá de las cifras de pobreza de su población. Lo que se está desintegrando no es solo la capacidad de las personas para acceder a bienes materiales, sino el sistema mismo que no nos permite saber quiénes somos y para qué estamos en este mundo.
En las sociedades modernas, algo que tanto resuena en los mensajes aspiracionales, somos lo que hacemos, y dentro de las organizaciones es lo que se nos reconoce, y es, también, lo que nos otorga un papel. Sin ese papel, sin esa función, quedamos suspendidos en una existencia que carece de definición social.
María estudió para ser maestra, pero hace tres años que no consigue trabajo en una escuela. Entre tanto, y para sustentar su vida, cuida niños en su casa por horas, da clases particulares cuando puede y vende tortas por encargo. Tiene un título, tiene conocimientos, tiene voluntad de enseñar, y trabaja, pero carece de lo que realmente importa en términos sociales, que no es otra cosa que una posición reconocida desde la cual pueda decir «soy maestra» y que esa afirmación tenga sentido tanto para ella como para los demás.
Esta fragmentación de identidades se extiende por toda la sociedad argentina. Ingenieros que manejan remises, abogados que atienden kioscos, médicos que emigran porque aquí no encuentran hospitales que les paguen como corresponde como para vivir con dignidad. No es que hayan perdido sus conocimientos o sus capacidades; han perdido las instituciones que podrían darle sentido social a esas capacidades.
El sistema educativo refleja esta desconexión brutal entre formación y destino. Los padres observan cómo sus hijos estudian sin entusiasmo porque intuyen que el esfuerzo no los llevará a ningún lugar reconocible. Los docentes enseñan sabiendo que sus estudiantes ven en ellos un ejemplo de lo que no quieren ser: profesionales que no logran vivir dignamente de su profesión. Así, la educación pierde sentido cuando no conduce a funciones que la sociedad valore y reconozca.
Mientras tanto, quienes conservan empleos formales viven con la angustia permanente de perderlos y sumarse a esa masa de personas que ya no saben cómo definirse. Cada despido, cada cierre de empresa, cada recorte presupuestario no solo expulsa trabajadores del mercado laboral, sino que los arroja a un vacío de identidad donde deberán reinventarse como pueden, generalmente de maneras que la sociedad no termina de reconocer ni valorar.
Los jóvenes crecen en este contexto de indefinición generalizada. Ven a sus padres ejercer tareas que no los definen, realizar actividades que no los enorgullecen, sobrevivir de maneras que no les proporcionan relatos coherentes sobre quiénes son, quedándole solo un relato épico de vida, que el viejo o la vieja se rompieron el lomo para que tuviéramos algo que comer.
Estos jóvenes construyen sus aspiraciones no sobre modelos de roles adultos exitosos -y no tan solo en términos económicos-, sino sobre la desesperanza aprendida de una generación que perdió su lugar en el mundo.
La Argentina actual exhibe el rostro de una sociedad donde las organizaciones han perdido su capacidad de absorber a las personas y otorgarles funciones significativas. No se trata simplemente de falta de oportunidades económicas sino de la ausencia de estructuras que permitan a los individuos construir identidades coherentes y sostenibles.
En este escenario, millones de ciudadanos viven en una especie de presente perpetuo, resolviendo cada día como pueden, sin poder proyectarse hacia un futuro donde sepan quiénes serán porque no logran entender del todo quiénes son hoy.
En realidad, y lamentablemente, se ha perdido el sentido sobre la función social que nos define y, por lo tanto, la posición que nos ubica en relación con los demás.
Existimos, resistimos, sobrevivimos, pero ya no pertenecemos al mundo de manera que podamos explicarnos, ni a nosotros mismos, ni a los demás.
Referencias
Nota: Los datos sobre pobreza mencionados provienen de informes del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), disponibles en su sitio web oficial.
Drucker, P. F. (1993). La sociedad postcapitalista. Editorial Sudamericana.
Drucker, P. F. (2002). La gerencia en la sociedad futura. Editorial Norma.