UN COBARDE PROTEGIDO POR UN UNIFORME: EL POLICÍA REPRESOR
Introducción
Muchos de los derechos de los que hoy disfrutamos, se obtuvieron después de la participación perseverante de la sociedad mediante protestas en las calles: el voto femenino, la igualdad racial, los derechos laborales por nombrar algunos de ellos. Fue la libertad de expresión el medio que utilizó la ciudadanía para recordarle a las políticas de Estado y especialmente a los políticos, que el derecho a la protesta y la asamblea pacífica, eran los instrumentos de los pobres y los marginados, de los que no tienen acceso a los recursos de poder e influencia y necesitan salir a las calles para hacer oír su voz, como los jubilados en nuestro país que todos los miércoles salen a mostrar su valor ante un gobierno que no tiene más argumentos que la violencia y la represión.
Lo que debía ser algo natural y pacífico, muchas veces hemos visto, como testigos mudos, la reacción del Estado, numerosos casos de represión estatal directa durante las protestas: detenciones masivas, encarcelaciones ilegales, uso ilegitimo de la fuerza y despliegue de productos químicos tóxicos contra manifestantes y transeúntes. Se crearon protocolos anticonstitucionales, se criminalizaron los movimientos de protesta, se acentuó la persecución y el trabajo de inteligencia para marcar manifestantes y perseguirlos penalmente, la detención de líderes sociales y el empleo de la fuerza sin discriminación de individuos, género o edad. La represión brutal del Estado a través de su Ministerio de Seguridad pretendía mediante la crueldad y la violencia una velada intención de disciplinamiento.
Los golpes bajos de la ministra Bullrich utilizando la provocación mediante el ingenuo recurso de plantar armas en las plazoletas o colocar volquetes con escombros en lugares estratégicos donde se produce la manifestación para incitar al enfrentamiento, dándole carta blanca a las “fuerzas de seguridad” como la policía, Gendarmería, Prefectura, Policía aeroportuaria, etc., instituciones que tienen una función específica de mantener el orden para bien de los ciudadanos y que son enviados a reprimir a quienes tendrían que proteger.
Referirse a la policía se asocia, muchas veces, a corrupción, clientelismo, gatillo fácil, impunidad, malos tratos, ejecuciones extrajudiciales y terror, lo que ante la ciudadanía produce el rechazo y la desacreditación a la labor policial, dejando en el pasado aquella imagen de protección que nos habían inculcado desde chicos.
Hoy, en general, pero especialmente, para nosotros en Argentina, no es la misma policía de antaño, no solo por la función que cumple en la actualidad sino también por la insensibilidad, la violencia y el autoritarismo que ostentan, que los ha convertido en el brazo armado de un Estado decididamente abusivo contra los ciudadanos, destruyendo el sentido y los principios democráticos.
¿Mantener el orden?
La tarea fundamental de la policía es mantener el orden y tener bajo control la paz social. Son argumentos tan subjetivos que, por definición sabemos que hay orden si nada altera el estado actual de las cosas y hay desorden cuando lo cotidiano se ve afectado dentro de los cauces marcados por la autoridad, de allí su relatividad. Un estado de paz y orden sería lo normal, pero, quién determina qué es normal y qué no lo es, todo depende del grado de conveniencia que signifique una cosa u otra para la autoridad. Vemos que la excepcionalidad que emplea la autoridad, muchas veces altera el orden y la paz otorgando un simple permiso y lo vemos con algún festejo en la calle, calles cerradas, lugares bloqueados, siempre con la conformidad policial, aparentemente eso no altera el orden de las calles.
La policía patrulla las calles en busca de mantener el orden, pero la calle no es el lugar en que se gesta el delito grave y mucho menos donde, en caso de gestarse, se detecta. Ninguna estafa millonaria se gesta en la calle, sino en oficinas con buena conexión a Internet y actualmente dentro de la presidencia de la Nación, ningún homicidio se planifica en la calle. Ningún asesinato se proclama en la calle justo a tiempo para que un afortunado coche policial pase por allí y lo evite. La destrucción del medio ambiente no se diseña en las calles, sino en despachos con muebles hechos con la mejor madera de roble. La calle es el lugar de la falta menor, del pequeño desorden, del paso de personas, siempre sospechosas, pero no del daño social. La patrulla policial se asegura que el movimiento sea normal, en la calle, donde muy pocas veces pasa algo, niños y viejos en movimiento, de manera permanente, ahora solo quedan policías estratégicamente en la esquina y gente que pasa. Ese es el ideal del capitalismo: nadie fijo, nadie quieto, todo el mundo caminando hacia el comercio más próximo, mientras desde la esquina, los agentes del orden vigilan que nadie se pare. Las contradicciones de un sistema económico profundamente injusto salen a la luz en la calle, es cierto.
¿Ser policía, es un trabajo?
Miles de individuos armados y gastando combustible que paga el Estado, recorren el territorio en busca del desorden, con el objetivo de restaurar la paz social. Armados. Esto, naturalmente, no lo hace ningún otro trabajador, también hay un número significativo de agentes que se dedican a hacer de la sospecha una rutina, vigilando a la población que no ha cometido el delito, pero por si acaso. Exceptuando quizá a los profesores, que vigilan pasillos y exámenes, no hay trabajo que comparta esta singular actividad.
Policía: ¿al servicio de quién?
Los enfoques sociológicos concuerdan sobre el hecho de que la policía está al servicio del Estado, es decir, de las fuerzas políticas en el gobierno, y no de la ciudadanía, pero debe ser legitimada por la sociedad. Si la policía no es considerada como legítima por parte de la población, esta necesitará hacer un uso mayor de la violencia para preservar el orden establecido.
El Estado es considerado legítimo principalmente por parte de los individuos a los cuales satisface sus necesidades y protege sus intereses. Cuando este tiende a salvaguardar los intereses de una minoría de sujetos, en perjuicio de los de la mayoría, es más fácil que se genere un descontento general en la población, lo que aumenta la probabilidad que los gobiernos tengan que recurrir a la policía como instrumento de represión violenta.
Violencia, brutalidad, represión policial
La brutalidad policial es la consecuencia de una serie de componentes entrelazados. Uno de ellos, destaca los factores que evidencian una “cultura” dentro de la organización policial propia de la institución, marcada actualmente por el autoritarismo y la protección gubernamental. La prueba está en que la ministra Bullrich siempre defiende los casos de brutalidad policial y hasta justifica su accionar criminal. Esta cultura se reactualizaría de modo constante en la formación de los agentes policiales. Hay quienes destacan que esta subcultura policial, contiene una fuerte herencia autoritaria de los procesos dictatoriales ocurridos en el país, dada la subordinación de los cuerpos policiales a las fuerzas armadas. El Estado y especialmente el Ministerio de Seguridad, refrenda el uso de la fuerza y no considera límites.
La fuerza es aquello que hace que cualquiera pueda verse sometido al estado de cosa. Pero el poderío que asesina es una forma reducida, grosera de la fuerza. Cuánto más variada en sus procedimientos, cuánto más sorprendente en sus efectos, es la otra fuerza, aquella que no mata; es decir aquella que no mata todavía.
Otro factor importante es la interpretación que la policía le da a la represión selectiva como ocurrió cuando marcharon los trabajadores de la CGT por el día del trabajo y para ellos, la policía, no aplicó el protocolo ilícito de Bullrich dejándolos circular sin problemas por la calle, reprimiendo, al mismo tiempo, a los jubilados, a los que obligaban a manifestarse en la vereda. Los sujetos a los que se reprime parecieran estar por fuera de la atención “social‟ que se considera legítimo realizar. Tal vez sea por eso que el fenómeno represivo no sólo desgarra el cuerpo mismo del derecho, sino que lo hace en tanto tiene como supuesto una desigualdad extrema entre los ciudadanos de una nación.
Es tan evidente la discriminación que hace el Estado entre los ciudadanos manifestantes que ha llegado a la absurda actitud de acusar de terroristas a quienes luchan por sus derechos, por no perder más de lo arrebatado, por defender la vida, el salario, la jubilación y la esperanza, todo esto nos resuena con notas de genocidio en nuestra historia.
Terrorista es la represión multiarmada contra un pueblo que sigue apostando al diálogo, a veces, irreal, entre una viva voz y una turba de cascos impermeables al sonido y al sentido, una sociedad dispuesta a movilizar y expresar en toda su variedad, las voluntades de cambio y mejora, defensa y cuidado que el Estado debe garantizar, aún para esos policías que cuando se sacan la armadura de reprimir, no son más que ciudadanos que tienen una vida normal como aquellos a los que reprimen con tanta maldad.
Las derechas, más ultras o menos guerreristas, excluyentes, sin soluciones a la crisis capitalista del desigual reparto de los recursos, imponen su razón de dominio y fuerza sobre los pueblos.
La calle, en cambio, une espalda con espalda, mano con mano, brazo con brazo y la mano de quien rescata a una compañera de la detención policial, que pone leche en el ojo ardido, por la cobardía del que se escuda tras un uniforme de policía.
Las políticas de seguridad de Bullrich y Milei, tienen como protagonistas las fuerzas de policía que se implementan con una lógica de “defensa del espacio” contra las poblaciones vulnerables, las cuales son descritas a través de la retórica política y mediática como “clases peligrosas”.
En síntesis, cuanto menos un gobierno goza de legitimidad entre la ciudadanía, tanto más necesitará recurrir a medios autoritarios para gestionar la población civil. Por esta razón, no sorprende que la fuerza coercitiva de la policía se active más contra las clases sociales más empobrecidas, las cuales tienen menos motivos para considerar legítimo el poder de las fuerzas políticas del gobierno.
Según Milei, los de azul son “los buenos”
Estamos sometidos a un gobierno que ha conseguido implantar la idea que la libertad es efectiva solo con un alto grado de vigilancia policial, donde ellos, los de azul son los buenos y el resto son los malos. Según Milei y Bullrich, la libertad que tanto pregonan debe ser mantenida con una tupida red de agentes vigilando a una sociedad siempre sospechosa, dejando implícito que el que se queja del control tiene alguna culpabilidad que ocultar.
Vivimos en una sociedad donde la vigilancia es total, dividida en buenos (los policías y el poder) y potenciales malos (todos los demás), con valores extremadamente autoritarios y escasamente profundos. Pero son celosos (según su propia opinión) del respeto por las normas.
Como es obvio, el respeto a la norma tiene sus excepciones. Conviene mucho a quienes detentan el poder que quienes no lo tienen obedezcan, pero para los que viven con ventaja, las normas son flexibles. Hay que pagar impuestos, pero tampoco hay que ponerse mal si uno debe varias decenas de millones al fisco. Ya irá pagando a plazos. Hay que respetar las leyes, pero cada día los juzgados tienen miles de casos cajoneados que con el tiempo se declaran improcedentes o nulos, lo que significa que muchos otros salen adelante en absoluto cumplimiento de la ley. Tampoco va con ellos lo de las horas de la jornada laboral. Hay clases sociales que tienen un aceitado ingreso a la cárcel y otros que tienen puertas giratorias para salir. En resumen, habría dos principios sociales básicos: La ley debe cumplirse porque es la ley y el segundo dice que el primer principio es más flexible cuanto más cerca estés de quienes hacen la ley. Deducimos que desde ese concepto surgen los buenos (de azul) y los malos (terroristas), según la clasificación de Milei y Bullrich.
El efecto que produce el uniforme en el policía
Hubris es un concepto griego que puede traducirse como “desmesura” y hace referencia a los individuos que experimentan un cambio de personalidad cuando se encuentran en posiciones de liderazgo o cuando ostentan el poder.
En la antigua Grecia aludía a un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno, unido a la falta de control de los propios impulsos, siendo un sentimiento violento inspirado por las pasiones exageradas consideradas enfermedades por su carácter irracional y desequilibrado.
Quien lo padece cree tener el conocimiento absoluto en algún ámbito específico y abusa de su poder, ante otras personas, sin tener noción de ello.
El síndrome de Hubris está relacionado con una necesidad exacerbada de reconocimiento y admiración por parte de otras personas, de manera que existe una relación directa entre esta patología y el trastorno de personalidad narcisista.
Este es el resultado de las técnicas de entrenamiento a que someten a la policía que hoy sale alegremente a reprimir jubilados, pero en el supermercado, sin el disfraz de la cobardía, se la pasan mirando disimuladamente para otro lado para no ser reconocidos.
A modo de conclusión
En este sentido entendemos que la igualdad formal que expresa el concepto de ciudadanía se encuentra en constante tensión con la desigualdad estructural propia del sistema capitalista de producción. Al analizar el fenómeno represivo y hacer visible la selectividad de clase que el mismo conlleva, esta tensión se vuelve manifiesta: el Estado no se relaciona con todos los habitantes de su territorio de la misma manera. Los derechos que todos poseemos formalmente no son garantizados para todos los pobladores por igual, y en lo que respecta a amplios sectores de la clase trabajadora y los jubilados, estos derechos son violentados de diversas maneras cotidianamente.
El elemento más versátil y funcional al autoritarismo de este gobierno es la crueldad, la provocación, el narcisismo representado en el cobarde más eficaz a las dictaduras: el policía con su traje de represor.